sábado, 7 de agosto de 2010

Ocho horas de paseo...

Hoy volvimos a San Francisco. La verdad es que hace un par de días empezamos a arrepentirnos de haber cogido el alojamiento en Berkeley. Pensamos de forma equivocada que el hecho de estar cerca de la Universidad iba a ser mucho más cómodo y que la tranquilidad que prometía la ciudad universitaria era más interesante de lo que realmente está siendo. A decir verdad Berkeley está muerto. Da igual que pasees por el Gourmet Ghetto o por Telegraph St. Manzanas y manzanas de casitas unifamiliares en las que todavía nos preguntamos si vive alguien (a tenor de los coches aparcados en la puerta así debería ser). Y es que da igual la hora a la que pasees por la calle, no hay ni un alma. No se oyen niños, ni adolescentes, no hay nadie paseando un perro, no huele a barbacoa, no hay ruido, no hay nada. Triste lo que ha quedado de aquella revolución, cuarenta años después, en una ciudad que parece un fantasma de lo que un día llegó a ser.

Obviamente San Francisco es otra cosa. Cada vez que volvemos a ella nos sorprende su belleza y la cantidad de rincones que tiene por explorar. Vamos a estar un mes y ya nos da la impresión de que ni tan siquiera vamos a atisbar la punta de un icerberg de vida y ambiente. Podremos recorrer sus calles más importantes, regodearnos en sus esquinas y escalar sus cuestas, pero se nos escapará sin posibilidad de llegar a, tan siquiera, tocar una parte de su magia.


El Golden Gate, semioculto, pero siempre ahí...

Hoy bajamos del BART en Embarcadero, para comenzar a caminar por el Distrito Financiero, no muy diferente de los de la mayoría de ciudades norteamericanas. Con el toque fastuoso de los inmensos bancos y los edificios de arquitectura de comienzos de siglo (que en esta ciudad hubieron de ser reconstruidos tras el terremoto y el incendio de 1906). Pasamos cerca de la Cámara de Comercio y en Sacramento St. entramos en el Museo de Wells Fargo. No es un museo especialmente grande, pero está situado en las mismas oficinas del banco, tiene una colección interesante de fotografías de las primeras mujeres banqueras de Estados Unidos y, sobre todo, tiene varias diligencias en las que fotografiarse. Vale, en Almería se rodaron muchas pelis del oeste con carruajes parecidos, pero estos son de verdad, así que hay que echar la foto de rigor antes de continuar por Sacramento St. hasta Kearny St, apenas un par de manzanas y sentirte transportado a China.


Eh, no te pases un pelo...

El otro día pasamos por Chinatown en el autobús. Hoy lo pateamos a fondo, aunque volveremos, no me cabe duda. Muy turístico, por supuesto. Pero con precios tan económicos como uno puede imaginar en cualquier barrio chino de Estados Unidos. Muy interesante fue el observar las fruterías y ver que, lejos de tanta zarandaja de productos orgánicos a coste de ojo de la cara, los chinos son capaces de tener sus tiendas completamente repletas de productos frescos y difíciles de encontrar en los pijo-supermercados californianos. Vamos, que incluso mi santa no se resistió a comprar una docena de huevos de codorniz a un dolar, algo más baratos de lo que cuestan en España (y es que, en una ensalada, esos huevecitos son un manjar delicioso).

Perderse por Chinatown es enfrentarse a olores y a visiones sorprendentes. Desde las personas que te rodean hasta la arquitectura, que no se sabe nunca muy bien si es tan recargada fruto de una autoparodia o simplemente una forma distinta de entender el mundo. Hombres, mujeres y niños que hablan solo chino. Y turistas, eso sí, decenas de turistas buscando la ganga. Tal vez la noche cambie la cara del barrio, pero de día se mezcla lo típico con lo tópico.


No es un templo, es una casa de vecinos...

Casi sin darnos cuenta llegamos a Columbus Av. la zona en la que China se funde con Italia y los letreros en chino dan paso a las farolas con la bandera de Italia decorándola. Tomando Broadway St. nos adentramos en North Beach, el barrio en el que la generación beat vivió y se dio a conocer. Bohemio, intelectual, con la mezcla de los peep show y los cafés italianos, el barrio se ha convertido en lugar de peregrinación de mucho popie despistado tratando de alcanzar el espíritu de Kerouac. Y qué mejor que hacerlo entrando en City Lights, una de sus librerías estrella. Merece la pena pasear entre los estantes y, hacer caso a los letreros que dicen, "coge un libro, siéntate en una silla y disfruta", aun a riesgo de haber olvidado las gafas de pasta en casa y no encajar del todo en el misticismo que se respira.


Vale, me gustó esta foto mal tirada, si...

Disfrutamos del momento de relajación forzándonos a no comprar nada (es la primera vez que veo la revista del órgano oficial del partido bolchevique y el número a la venta era de este mes) para salir de nuevo a Broadway y entrar en el Museo Beat, donde se guardan algunas de las primeras ediciones de obras de Burroughs y cuya visita es obligada (y por qué no decirlo, la foto al Hungry I si no pasas por allí a una hora en la que hacer la gracia y entrar). Ojo, el Hungry I es un club de striptease, pero en su día hasta Billy Hollyday actuó allí, así que puesto a hacer la culturetada siempre puedes decir que lo tuyo es la historia profunda del Jazz. Y no, estaba cerrado cuando estuvimos en la entrada...


 Ah, gran Buckowski, te echamos de menos...

Tras el Museo Beat conseguí engañar a mi santa para subir la rampa de Kearny St. Lo cierto es que puede resultar agotadora, pero las vistas que desde allí ofrece la zona más moderna de la ciudad hacen que merezca la pena castigar un poco los gemelos.


Todavía tengo flojera de piernas, y faltaba lo más duro...

Además, tras la escalada, la parada en el Café Trieste, uno de los sitios más míticos del barrio, supo mejor, especialmente la cerveza helada, Anchor Steam Beer, que recorrió mi garganta haciéndome retomar fuerzas mientras sentía que el espíritu de Bukowski estaba cerca, mirando desde algún sitio con su mueca eternamente desagradable.


¿Qué café?... cerveza!!!!


Una vez saciada la sed continuamos por Columbus Ave hasta llegar a Filbert St. y, tras ver la Iglesia de San Pedro y San Pablo, encarar Filbert St. hacia la Coit Tower. Realmente la torre no tiene más interés que subir a uno de los puntos más elevados de la ciudad y desde allí poder hacer la consabida foto hacia todas las direcciones. Entrar cuesta 5 $ por persona y entre subir y bajar casi tardamos una hora, pero lo cierto es que la vista mereció la pena. Eso sí, tras ella la bajada por Greenwich St., con mas escalones de los que jamás en mi vida pude soñar, nos dejó prácticamente para el arrastre.



Alcatraz al fondo, y parecía que estaba cerca...

Habíamos llegado al Embarcadero y después de ver que era imposible comprar un pase para visitar Alcatraz antes del 15 de agosto (si pretendes venir a ver La Roca, compra las entradas por Internet con anterioridad o no habrá manera) empezamos a sentir nuestros estómagos en la planta de los pies. En esta ocasión elegimos para comer el Pier 23 Café, un pequeño restaurante con una bonita terraza enfocada a la Bahía y un menú bastante ajustado de precio. Pedimos pescado, pero la especialidad, al igual que en todo San Francisco, es el Crab, una especie de Buey de Mar que hará las delicias a los amantes del marisco (no es mi caso, por lo que tampoco he visto el momento de probarlo).


Comer con esta vista hace que todo tenga mejor sabor...

Fue una comida agradable tras la cual decidimos no dormir la siesta en esta ocasión y bajar la comida con un paseo hasta el Mercado del Puerto de San Francisco. Sin duda el mercado más pijo y snob en el que he estado en mi vida, pero cuya visita ha merecido tanto la pena como todo el día. Olvidando los precios disparatados, solamente observar a los clientes no turistas, que los hay, los productos más originales (y absurdos, por qué no decirlo), y los precios, el dineral que cuesta todo, hace que el espacio más caro de nuestro país tenga tufillo a mercadillo barato. Hubo muchas muestras, pero no me resistí a hacer una foto a uno de los pocos vinos españoles que pueden encontrarse. A un precio de... 12 dólares... ¡el tetrabrik!


No hay narices para hacer kalimotxo con esto, ¿eh?

Estábamos ya rotos, pero todavía nos quedaba la sorpresa final, encontrarnos con los fans del Raygun Ghotic Rocketship. No teníamos muy claro en qué consistía, salvo en una cantidad bastante considerable de frikis paseándose en torno a un cohete, pero en esta ciudad hay tanta gente "original" que casi nada puede sorprenderte. Así pues, tras sentir que nuestro particular reloj espacial empezaba a llamar la atención fuimos conscientes de que llevábamos ocho horas en danza y que todavía quedaba volver a Berkeley...


¿Frikis? tantos que es imposible contarlos...

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